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«La Cenicienta»

Hubo una vez una joven muy bella que no tenía padres, la criaba su madrastra, que tenía dos hijas. La hijastra era quien hacia los trabajos más duros de la casa y como sus vestidos estaban siempre manchados de cenizas, la llamaban Cenicienta. Y mientras Cenicienta fregaba y fregaba, su cruel madrastra y sus malvadas hermanastras iban a la fiesta del príncipe. Cenicienta lloró y lloró, sabiendo que su sueño de ser una princesa, nunca se convertiría en realidad; lo que no sabía, era que se equivocaba. Y así fue como con la ayuda de su hada madrina, Cenicienta partió feliz hacia la fiesta. En el palacio las doncellas se peleaban por bailar con el príncipe, hasta que de pronto, el príncipe y todos los invitados quedaron maravillados por la belleza de Cenicienta. Así fue como Cenicienta, a pesar de sufrir tantas humillaciones, de no entender por qué sus hermanastras se habían portado tan mal con ella, y a pesar de sentirse muchas veces sola, Cenicienta siempre podía contar con la ayuda de su hada madrina, porque las hadas madrinas siempre ayudan a la gente de buen corazón, y Cenicienta lo era. Por eso pudo perdonar a sus hermanastras, y en lugar de odiarlas, les enseño el camino a la felicidad. Un camino al que únicamente se llega si nunca pero nunca abandonamos nuestros sueños.

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«El escorpión y la rana»

Había una vez una rana que vivía a orillas de un río, que ayudaba a otros animales e insectos a cruzarlo. Un día se le acercó un escorpión y le pidió que lo cruzara a la otra orilla, la rana le dijo que ni loca, sabía que apenas lo cargara en su lomo, el escorpión la mataría, pero el escorpión le dijo que no la picaría porque si la mataba se ahogarían los dos, a la rana le pareció lógico y como era una rana muy buena, lo cargó en su lomo y empezó a cruzar. La rana lo llevó, pero en el medio del río el escorpión la picó. La rana no podía ser de otra manera, por eso lo ayudó, ella no era desconfiada, siempre le ganaba su naturaleza. En eso la rana y el escorpión eran iguales, ninguno podía cambiar su verdadera naturaleza, la rana era buena y el escorpión traicionero.

Como el escorpión, nadie escapa a su naturaleza, crees toda tu vida que eres distinto, pero llega un momento en el que empiezas a conocer tu verdadera naturaleza. La naturaleza es como un río, nunca cambia su curso, ni se puede nadar contra la corriente, así que mejor dejarlo fluir y que la corriente nos lleve.

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«El paciente de la ventana»

Dos hombres, ambos muy enfermos, ocupaban la misma habitación de un hospital. A uno se le permitía sentarse en su cama cada tarde, durante una hora, para ayudarle a drenar el líquido de sus pulmones. Su cama daba a la única ventana de la habitación. El otro hombre tenía que estar todo el tiempo boca arriba.

Los dos charlaban durante horas. Hablaban de sus mujeres y sus familias, sus hogares, sus trabajos, su estancia en el servicio militar, dónde habían estado de vacaciones.

Y cada tarde, cuando el hombre de la cama junto a la ventana podía sentarse, pasaba el tiempo describiendo a su vecino todas las cosa que podía ver desde la ventana. El hombre de la otra cama empezó a desear que llegaran esas horas, en que su mundo se ensanchaba y cobraba vida con todas las actividades y colores del mundo exterior.

La ventana daba a un parque con un precioso lago. Patos y cisnes jugaban en el agua, mientras los niños lo hacían con sus cometas. Los jóvenes enamorados paseaban de la mano, entre flores de todos los colores del arco iris. Grandes árboles adornaban el paisaje, y se podía ver en la distancia una bella vista de la línea de la ciudad.

Según el hombre de la ventana describía todo esto con detalle exquisito, el del otro lado de la habitación cerraba los ojos e imaginaba la idílica escena.

Una tarde calurosa, el hombre de la ventana describió un desfile que estaba pasando. Aunque el otro hombre no podía oír a la banda, podía verlo, con los ojos de su mente, exactamente como lo describía el hombre de la ventana con sus mágicas palabras.

Pasaron días y semanas. Una mañana, la enfermera de día entró con el agua para bañarles, encontrándose el cuerpo sin vida del hombre de la ventana, que había muerto plácidamente mientras dormía. Se llenó de pesar y llamó a los ayudantes del hospital, para llevarse el cuerpo.

Tan pronto como lo consideró apropiado, el otro hombre pidió ser trasladado a la cama al lado de la ventana. La enfermera le cambió encantada y, tras asegurarse de que estaba cómodo, salió de la habitación.

Lentamente, y con dificultad, el hombre se irguió sobre el codo, para lanzar su primera mirada al mundo exterior; por fín tendría la alegría de verlo él mismo. Se esforzó para girarse despacio y mirar por la ventana al lado de la cama… y se encontró con una pared blanca.

Contrariado, el enfermo preguntó más tarde a la enfermera, cuál razón habría llevado a su compañero fallecido a describirle tantas falsas escenas. “Imposible que las viera”, contestó la enfermera, su compañero era ciego, y evidentemente no podía ni siquiera ver el muro de enfrente. El inventó todo, porque seguramente deseaba comunicarle a usted la alegría de vivir.”

Hacer felices a los otros es el secreto de la propia felicidad. La economía de la alegría es extraña. Un dolor compartido se reduce a la mitad, pero la felicidad compartida se multiplica al doble.

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